(Todo lo que se cuelgue ahora, sólo es una forma de empezar a rodar…)
MIEDO
Se había cavado un rudimentario foso en la tierra yerma y cenicienta. Estaba nublado, y el viento soplaba jugueteando con los velos de las mujeres y con el polvo. Nadie lloraba, pero todos contemplaban como en estado de trance la extraña forma del cuerpo en el fondo de aquel agujero envuelto en una mortaja blanca manchada con rodales de sangre. La primera pala de tierra que cayó sobre el muerto rescató a todos los presentes de su ensimismamiento. Nadie se movió hasta que el cuerpo quedó cubierto por completo. Luego, todos volvieron a sus casas. Mientras caminaban, un sonido se escuchó, sutil. Sólo Nur volvió la cabeza y vio cómo unos granos de arena resbalaban por un resquicio en el suelo. Quizás hubiera quedado algún hueco al enterrar al difunto. No le dio más importancia. Siguió caminando.
La noche llegó. Las nubes se habían esfumado. La llanura donde se había enterrado al cadáver quedaba bañada por una luna árabe. Un coche todoterreno del ejército estadounidense pasó por encima de la rudimentaria tumba. Una rueda derrapó en un hueco. El coche se alejó. Más arena comenzó a escurrirse por el hueco, hasta que, de nuevo, la mortaja pudo verse. Algo se movió. Un gruñido. Silencio. Una mano surgió de entre los granos de arena, tensa, con los dedos crispados. El coche del ejército norteamericano regresó y frenó a unos metros de la fosa. Una vez el motor se hubo apagado, su ruido fue sustituido por una música superficial que, irónica, mancillaba el silencio de la noche iraquí. Dentro del coche había dos soldados hinchándose a alcohol y recordando a sus acomodadas familias. De pronto algo llamó su atención. Un golpe en el cristal de atrás. Uno de los soldados, temerario, arma en ristre, abrió la puerta y salió para ver qué ocurría. Su compañero permaneció en el coche, tambaleándose su cabeza de un lado a otro, no llegó a oír los estertores de su amigo, la música se lo impidió. Transcurridos diez minutos, y viendo que no regresaba, decidió también salir a ver qué sucedía. Lo que se encontró fue el cadáver del otro soldado, desnudo, tumbado boca abajo sobre la arena y con una extraña marca en la espalda. Aterrado, volvió al coche, pero justo cuando iba a abrir la puerta, algo se le clavó a la altura de los riñones. Contuvo la respiración, cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, miró hacia la ventanilla del todoterreno y vio el reflejo de un monstruo a su espalda, de un hombre ensangrentado, con heridas por todo el cuerpo que se acercó a su oído y le dijo en un inglés con acento “soy tan cobarde como tú, y ataco por la espalda…pero yo no soy un soldado, ni tampoco lo eran los demás”. El soldado cayó de rodillas, y después su cuerpo terminó de derrumbarse, ladeado. Sus ojos quedaron fijos e inertes.
El muerto resurgido del propio tártaro, miró un minuto el cadáver del estadounidense, sin rencor. Después dio media vuelta. En su espalda se dibujaba una herida enrome, pero ya reseca. Conforme se fue alejando, su cuerpo se fue transformando poco a poco en arena que se llevó el viento. Silencio de nuevo. La luna se helaba en el cielo.
sábado, 26 de septiembre de 2009
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