jueves, 3 de diciembre de 2009

AMOR

Antes de nacer, ella ya había caído en la trampa del sometimiento. Aún en la barriga de su madre ya era poseedora de una fina mantilla para cristianar niñas y precioso ajuar color rosa con borlas a tono.
Todavía sin capacidad para comprender se dormía cada noche con cuentos de príncipes y princesas locamente enamoradas. Con esas historias de amor romántico que durante un par de siglos daban vueltas en el subconsciente colectivo.
En sus canciones infantiles describía con alegría cómo Don Federico había matado a su mujer, la había hecho picadillo y la había puesto remover.
Su primer príncipe la morreó y la magreó por amor, hasta que un día él se cansó de ella. Ella, humillándose, le pidió más amor. Él la golpeó y nunca quiso volver a saber de ella. Son las cosas del amor.
También su madre esperaba que algún esa hija la cuidara en su vejez. Su madre, su tía, su abuela…, la recomendaban un buen marido, con dinero. Un príncipe azul que le resolviera su vida. A cambio sólo tendría que dar amor. Ella lo encontró, la pasión sólo duró unos meses, pero ella siguió dando todo su amor. Y engendró una hija por amor.
Y de cuando en cuando él la golpeaba, por amor. Cada semana, cada noche más golpes…
La única moneda de cambio que ella conocía era el amor sin vuelta. Sin siquiera propina. Su silencio ante los golpes era por amor. Ella no lo sabía. Pero eso no era amor. Era apego enfermizo. El amor se murió con la pasión y ni siquiera ocupó su puesto el cariño. Sólo ese apego enfermizo.
Aquella noche, mientras la hija miraba con terror en los ojos y pánico en el alma, él golpeaba, golpeaba y golpeaba, por amor, hasta la muerte.
Otra muerte por amor. La mató porque era suya. La hija se juró que desde ese instante sólo se amaría a sí misma. Y fue libre.
El 25 de noviembre fue el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. A esa niña sólo le digo que siga amándose. Que sea libre.

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